viernes, 20 de mayo de 2016

Piar a media tarde.

Los rayos de sol iluminaban mis párpados, cerrados, mientras daba vueltas y más vueltas al compás de una canción que yo misma cantaba. Qué rojizo se siente el sol.

Abrazada como estaba a mi acompañante, parecíamos dos seres en otra dimensión que sólo conocen los pájaros cuando vuelan hacia lo más alto. Si la libertad se pudiera atesorar en un frasco, ese instante estaría en uno de cristal, trasparente y lleno de brillos. Como mil diamantes líquidos y suaves. Sería un envase pequeño y precioso.

Ese frasco sería el anhelo de un aventurero en busca de la esencia de la vida, y que cuando lo encuentra, postrado en lo más alto de un altar improvisado y de madera de sándalo, se quita el sombrero y se queda asombrado ante la grandeza de algo tan puro. Y luminoso. Bonito, precioso, elegante. Humilde. Y se pregunta si él mismo es merecedor de algo tan interdimensional.

Estos momentos llenos de despreocupación son los que alimentan el alma, son los que lavan nuestra conciencia. Los que restablecen la fe en el mundo.





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